En España, existe una larga y fructífera tradición en el abordaje de los aspectos espirituales, relacionados con las fases últimas de la vida: sida (en los tiempos en los que no existían tratamientos eficaces), pacientes en fases terminales (asociadas a diversas enfermedades) y cuidados paliativos (especialmente en relación con procesos oncológicos). El reto, planteado en los últimos tres años, ha sido el enfoque más preventivista y de promoción de la salud que se ofrece desde el ámbito de la Salud Pública. En este sentido, cabe destacar la realización en octubre de 2017, de una pionera Jornada sobre Salud Espiritual en la Escuela Andaluza de Salud Pública, en la que se presentaron aspectos teóricos y conceptuales, y experiencias prácticas en formato taller sobre el silencio, la incorporación del tema en las consultas de atención primaria y la identificación de dones y talentos en jóvenes y adolescentes. Además, una de las líneas fundamentales que se desarrollaron fue la relacionada con las evidencias científicas que ya ofrecen al respecto las investigaciones llevadas a cabo en los últimos años.
Estamos hablando de una salud espiritual muy ligada al concepto de “sentido” vital; y que se plantea, desde el territorio de la Salud Pública, aspectos como la prevención del suicidio (primera causa de muerte ya en algunas franjas de edad) y de patologías en franca expansión como la depresión y la ansiedad; así como de ciertos consumos “paliativos” claramente en auge como alcohol, drogas (legales e ilegales), fármacos, juegos de azar, etc. Una salud espiritual que propone, como estrategias clave: la promoción de hábitos de vida más saludables (en lo físico, en lo emocional, en lo social y en lo propiamente espiritual); el auto conocimiento y la identificación y potenciación del talento y la creatividad; y la creación y consolidación de trabajos y actividades apasionantes que permitan la realización personal y colectiva de la ciudadanía.
En este contexto, adquiere especial relevancia la figura del acompañante espiritual que comprende, según la acertada propuesta de Amezcua, cuatro dimensiones: la técnica, la relacional, la ética y la psicológica. Nuestra experiencia en los últimos 30 años, en el ámbito de la intervención educativa y el counseling, nos permite ser atrevidos y, a partir de la idea fuerza de que, en este caso, “el orden de los factores sí altera el producto”, proponer una reordenación de las dimensiones para optimizar el éxito del acompañamiento. De esta forma, nuestro perfil de acompañante quedaría estructurado en las siguientes dimensiones interdependientes (y consecutivas): En primer lugar, la dimensión técnica; en segundo lugar (y aquí empieza el atrevimiento) la dimensión ética, que garantiza el “buen uso” del resto de habilidades, y que se sintetiza en una pregunta clave: ¿Cuál es honestamente el objetivo del acompañamiento? (para asegurar lo que D’Ors llamaría “la pureza de intención”); en tercer lugar, la dimensión psicológica, que comprende las habilidades de autocontrol y gestión emocional; y, en cuarto lugar, la dimensión relacional, que se concreta en las habilidades para una comunicación empática y motivadora.