La pandemia de COVID-19 ha pasado por nuestros sistemas sanitarios arrasando la confianza que teníamos en los sistemas de información, en los mecanismos de vigilancia epidemiológica y en la capacidad de la sanidad para absorber un fuerte incremento de la demanda en un corto periodo de tiempo. Ahora llega el momento de las reformas y existen tres tentaciones que han de ser evitadas para no caer en el diseño de un nuevo sistema que esté mejor preparado para lo improbable que para lo seguro. Estas tres tentaciones a evitar son: I) la centralidad del número de camas por habitante como indicador de gestión tras la pandemia, II) la dinámica social medicalizadora, especialmente en los últimos momentos de la vida y III) la conversión de los sistemas de información sanitaria en enormes almacenes de datos públicos sin vinculación con la acción epidemiológica, bajo la influencia de la transparencia como fetiche.
Ante estas tentaciones que poco ayudarían a mejorar la capacidad del sistema para hacer frente a lo frecuente a la vez que a lo improbable (aunque cada vez más probable, como ha mostrado algún artículo sobre la frecuencia de epidemias en las últimas décadas) se pueden plantear tres líneas fundamentales en las que actuar:
- El fortalecimiento de lo invisible: las políticas y los servicios de salud pública están dotados de una gran transversalidad tanto en su contenido como en su práctica diaria que hacen que sean imprescindibles para el abordaje de lo prevalente y de lo inesperado; el desarrollo normativo de la Ley General de Salud Pública en su totalidad, y el consiguiente refuerzo presupuestario de este nivel asistencial, especialmente en sus labores de vigilancia epidemiológica (no solo de las enfermedades transmisibles) y evaluación de impacto en salud, es imprescindible para el futuro cercano.
- La centralidad de la Atención Primaria como nodo de interconexión con lo social y comunitario, así como con lo hospitalario. Un Sistema Nacional de Salud no puede depender de respuestas hospitalocéntricas para problemas de gran envergadura epidémica, porque estos sistemas se caracterizan por no tener excesos de capacidad, de modo que sus centros hospitalarios se saturan con facilidad. La Atención Primaria no solo no ha mejorado en la última década, sino que sufre un deterioro casi secular que le niega un protagonismo que debería tener.
- La flexibilización de las estructuras hospitalarias. Más allá de revisar la evolución de las ratios de camas por habitante en la última década, como resultado de las políticas de recorte del gasto público, es preciso trascender el discurso de perpetuo incremento de infraestructuras para hablar de la flexibilización de sus funciones. En muchos hospitales, durante la fase aguda de la crisis de COVID-19, se triplicó el número de camas de UCI en poco tiempo y de forma bastante improvisada; ese cambio en la funcionalidad de una unidad en base a las necesidades de ese momento ha de ser, de forma planificada -no solo mediante protocolos, sino también llegando a retocar la arquitectura de las instituciones-, una guía de cómo se ha de funcionar de cara al futuro.
La COVID-19 ha de influir en la forma en la que diseñamos los sistemas sanitarios del futuro, pero no puede hacer olvidar que lo frecuente y lo que genera enfermedad y desigualdad sigue estando más allá de una sola enfermedad infecciosa.